ALBERTO BUITRE.- Pasaron diez años antes que lo volviera a ver. Tenía 18, y el embarazo le cayó por sorpresa. Era inocente. Apenas llegaba a la ciudad. Él, siete años mayor, aprovechó su candidez recientemente puesta sobre la capital a la que por primera vez visitaba y en la que, sin saberlo, se quedaría a vivir para siempre. Entonces lo tomó de la mano. Fueron al cine. Remaron en Chapultepec. Comieron en fondas y restaurantes que deslumbraban a la provinciana. Se dejó llevar por el destello de las torres y por sus palabras. Pasó una noche.
– ¿Estás seguro? –dijo ella antes de desabotonarse.
– Te lo prometo.
Fernandito nació ocho meses después. El tipo huyó a Monterrey. A los dos meses ella llamó.
-Veré qué puedo hacer por ti – dijo él, arrogante.
-Mandarme dinero para darle de comer, está bien.
-¿Sólo eso?
-¿Te parece poco?
-No –se apresuró él a decir-. Es que pensé de más…
-No te preocupes. Sólo me sirves para eso –dijo ella, y colgó el teléfono.
Cuando regreso, lo primero que él hizo fue arrodillarse. Eran diez años más viejos. Lucía cambiado. Prácticamente era otro. Su piel estaba quemada y le faltaban tres dedos de la mano derecha.
– ¿Qué te pasó?
– Un accidente de trabajo.
– Mmm…
Él la invitó a comer. Le preguntó por el hijo que nunca había visto. Ella respondió que estaba bien. Iba en quinto de primaria y que no necesitaba nada del padre que lo negó. Pero la comida se alargó y se convirtió en atardecer. Luego unas cervezas. Rieron. Fueron a su antiguo departamento, donde todo comenzó. Lo miró desnudo, tendido sobre la cama sucia. Estaba gordo, triste y mutliado.
– Creo que diez años son suficientes –dijo ella. Tomó su bolso, salió del departamento y cerró la puerta en silencio.
¿Qué opinas? Tu comentario es importante